Marco Aurelio García, brillante asesor de Lula en temas internacionales, suele resumir la situación de Bolivia en una frase: “el problema es que el país está viviendo un proceso de reformas, sin salirse del marco democrático, pero tanto la oposición como el gobierno actúan como si estuvieran frente a una revolución”.
Algo de esto hay, por supuesto, y es lógico que cualquier habitante de Brasil –un país que suele procesar sus cambios, desde la independencia a la transición democrática, de manera lenta y apaciguada– se sorprenda ante las bruscas oscilaciones del péndulo boliviano. Pero también hay que decir que no hace falta una revolución para despertar la resistencia activa de las elites tradicionales. Alcanza con el enorme efecto simbólico del ascenso al poder de un líder indígena, una nacionalización –por otra parte bastante negociada– de los recursos naturales, y una serie de políticas sociales ciertamente más amplias que en el pasado, pero que no han puesto en peligro la macroeconomía más sana de las últimas décadas.
Para evitar las visiones fáciles que tienden a explicar todo lo que ocurre en Bolivia en términos de acoso imperial o –en el extremo opuesto– excesos de populismo, digamos que el problema puede definirse a partir de un movimiento doble. En las últimas décadas, el poder político se ha ido afirmando en el occidente del país: el largo de proceso de construcción política que concluyó con la elección de Evo Morales comenzó en El Chapare, la zona cocalera de Cochabamba, y estuvo marcado por varios hitos de movilización popular: la “guerra del gas” del 2003, iniciada en Cochabamba y rápidamente trasladada a La Paz, y la “guerra del agua” del 2005, en la que los pobladores de El Alto, la metrópolis indígena más importante de América latina, forzaron la salida de Carlos Mesa y abrieron el camino para la llegada de Evo al Palacio Quemado.
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